domingo, 1 de febrero de 2009

Me estoy haciendo vieja: Socorro Mármol


…el Tiempo ha escrito a su manera su propia forma de ser.
Por mucho que me empeñe, no podré detener las pinceladas con que el Tiempo quiera dibujarme.
Sin embargo, mientras posaba a la fuerza para tan hacendoso pintor, fui tomando conciencia de mis poderes sobre Él, y supe que su afanosa tarea siempre estaría doblegada a la elección de mi gesto.
Eso fue cuando estaba ensayando pinceladas en torno a mis labios y a mis ojos sin acabar nunca de decidirse por un rasgo concreto.
Lo vi a Él, tan aparentemente impasible, titubear varias veces; trazar, borrar y volver a dibujar las líneas con las que contorneaba aquellas dos parcelas eternamente cambiantes de mi cara: mis labios y mis ojos, directamente conectados con este viejo corazón mío.
Entonces me di cuenta de que los pliegues que más me gustaban de mí misma eran aquellos que el Tiempo dibujaba cuando Él se sentía feliz, y que, extrañamente, coincidían con los momentos en que yo decidía sonreírle al tiempo a pesar de que el Tiempo tuviera mala cara y ojos de tormenta.
En mi aprendizaje creció una especial sensibilidad por los colores, y aunque el Tiempo hubiese extendido monotemáticos tonos grises en su cromática paleta de pintor de emociones transitorias, yo me empecinaba en el chisporroteo de colorines imaginados hasta que Él caía vencido por la luz de mis pensamientos.
Descubrir que no era Él el único dueño del entorno, el actor principal en la obra de mi vida, sino que yo podía hacerme dueña de una parte del escenario, fue empezar a comprender mis propias habilidades mágicas.
Había inventado mi mejor truco para dominar al Tiempo.
Cada mañana, antes de empezar a posar para tan extraño artesano, empecé a hacer algo que, con el tiempo, se fue haciendo costumbre y tomando forma sin necesidad de nuevos aditamentos: me miraba al espejo y, con mucho, mucho tiento, me almidonaba una sonrisa en la boca y en los ojos. Luego, negociaba con mi corazón abrirle nueva cuenta de crédito a dos o tres afectos emborronados, tachaba con esmero el recuerdo de cualquier mal sueño de la noche anterior, liberaba de sus cadenas al último fantasma rezagado entre mis miedos y mis desesperanzas, y me ponía a sacarle lustre a los perdones, empezando por perdonarme a mí misma aquella querencia de abandonos y de iras que tanto tiempo me quitaban.
Cuando, finalmente, me encontraba recompuesta, me dirigía con paso más o menos firme al estudio del Tiempo, y me sometía a las cortísimas sesiones de posado en que se va convirtiendo este ya largo vivir; me sentaba delante de Él y procuraba no arrugarme los atavíos elegidos personalmente por mí al despuntar del nuevo día, para seguir viviendo.
¡Sigamos! -Decía Él con su voz hecha de inevitables monotonías antes de empezar su minuciosa y nunca interrumpida faena de recontar segundos nuevos sobre la piel del cuadro que lleva pintando toda una vida.
La voz del Tiempo a mi me parecía casi siempre un cuadro en blanco y negro; como si el hecho de “seguir” no fuera sino una irrevocable estratagema para matar el tiempo.
¡Sigamos viviendo! -Contestaba yo, alborozada, segura de estar teniendo una intervención fundamental en aquella obra de arte; y por poder ayudarle al Tiempo a dibujar sobre mí sus mejores trazos.
¡Soy una artista!
Ésta es mi mejor obra, -me decía a cada momento, y cada vez más convencida de que yo tenía mucho que ver con la perfección de aquel cuadro de agridulces y fructíferas decadencias-.
Sí, ésta va siendo nuestra especialísima forma de tratarnos el Tiempo y Yo: yo sonrío.
Sonrío haciendo a veces esfuerzos inauditos.
Sonrío cada vez con menos escozores.
Le sonrío a los silencios que guardo en el hueco de la escalera cuando zascandilean en mi alrededor una legión de palabras desabridas.
Le sonrío a la carcajada que me arranca alguien que quiere compartir conmigo la mitad de un abrazo.
Sonrío cuando tengo y cuando no tengo por qué sonreír.
A veces –yo lo sé- mi sonrisa no alcanza a ser algo más que una mueca. Lo noto porque el Tiempo humedece sus pinceles en alguna de las lágrimas que pasan a la carrera camino de algún rayo de sol en que secarse.
Otras veces, el recuerdo de mi sonrisa no es sino una levísima sombra, como la que Sinatra le cantaba a mis amores adolescentes con aquella canción hermosísima: .
Pero sonrío.
Y Él, el Tiempo que me queda, va eternizando esa sonrisa que se ha hecho costumbre sobre el cambiante lienzo de mi vida.
Mientras pensaba en estas cosas, descubro que hay alguien que ya había descubierto mi truco antes de que yo lo empezara a usar. Se trata del Psicoterapeuta JUAN HITZIG. Lo he visto vagabundear por la avenida de Yuotube, pararse en la esquina de “Qué-Puedo-Hacer-Por-ti”, y empezar la presentación del libro , de ELIA TOPPELBERG.
Creo que semejante descubrimiento debo compartirlo con quienes pasen por este Lugar mío:
http://www.youtube.com/watch?v=PKcWqTLljrw
Luego, si alguien quiere comprobar que yo estaba antes (¿lo estaba?), mirad con lo que felicité el Año Nuevo a los míos. Y a los que no lo son:
http://www.youtube.com/watch?v=8kVEALViwcw
Tendremos que hablar de cómo queremos/podemos envejecer.

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